Comenzaba la diversión, mi madre, con su Seat 600 verde, cargaba a todos los niños del barrio y nos llevaba al Regatón. Alguna vez fuimos hasta nueve.
Badenes arriba, badenes abajo, ¡parecía una montaña rusa!. Una vez nos quedamos encallados en la arena, un carro con un mulo nos tuvo que sacar del atolladero.
Luego allí en el Regatón nos encontrábamos todo el pueblo. Solíamos coger cangrejos en el muro, pulgas marinas y jugar entre los barcos; pues el regatón, aparte de playa abandonada de Laredo utilizada por los Colindreses, era un cementerio de barcos.
Pero las mareas deterioraban las naves y esparcían sus tablones con clavos. Recuerdo cuando Natalia se clavó uno de ellos, traspasándola el pie. Fue la primera vez que vi sangre de verdad, nos asustamos mucho y, aunque todo quedó en la inyección del tétano y unos puntos, nunca nunca, volvimos a jugar entre los barcos abandonados.